Verónica Toro Restrepo, autora de El Cuarto Vestido, nos cuenta cómo fue el camino de cinco años de escritura de esta novela y reflexiona sobre el acto de crear.
El cuarto vestido empezó con una foto. Una foto mía, a los diez años, en una casa en el bosque. Pero primero fui yo, luego vendría la casa. Siempre he pensando que hay algo particular entre los que fuimos niños entre el 1998 y el 2001, entre la despedida de las cámaras análogas y la llegada de las digitales, porque no hay demasiados rastros de nosotros. Mis ocho-diez años casi no existen en fotos, ya mi papá no revelaba los rollos en Fotojapón pero las cámaras digitales aún tomaban pocas fotos y se perdían con cada virus del computador familiar.
Pero de ese paseo a la casa del bosque, en el que tenía diez años, hay unas cuantas fotos de la cámara digital de mi abuelo. En una de ellas estoy con un saco que me queda grande, una sudadera verde, sentada en las escaleras de una casa en el bosque. ¿Quién era yo a los 10 años? ¿quiénes somos en ese límite entre el final de la infancia y la adolescencia? Mi mirada es seria, elevada. Estoy pensando cosas, cosas grandes. Pero también corro a jugar en el bosque, no importa demasiado la ropa que llevo puesta, tengo las rodillas llenas de heridas. Y el corazón, de repente, también comienza a notar heridas.
La casa pertenecía al novio de una tía, era de piedra, apenas armada, con solo lo necesario dentro, y tanto aire, techos altos, un sofá, dos camas. Luego, unas escaleras de madera que llevaban al bosque. Ahí comienza todo.
Los retos de escritura
En el 2019, luego de varios meses donde mi amiga del colegio Marcela Duque y yo nos poníamos el propósito de escribir un poema cada día, decidimos mes de prosa. ¡Vamos, si yo quiero ser novelista, no poeta! Fue en octubre de 2019, poníamos por turnos una palabra, y cada una debía escribir sobre ella. La primera palabra fue escalera, esto fue lo que escribí:
“Primero, un bosque inmenso de pinos. Después, una casa de madera que tiembla de frío. Entre los dos, unas escaleras de madera. Ocho escalones que, cubiertos de polvo, de ramas secas, crujen con cada paso que se apoya sobre ellos. Debajo de las escaleras, afuera de la casa, al borde del bosque infinito de pinos, se guarda la leña. Cubriéndolo todo, la lluvia pesada que no para, que no para.”
El segundo día, Marcela eligió la palabra foto. Y entonces seguí pensando en lo mismo:
“No hay casi fotos de esa época. Las cámaras de rollo estaban comenzando su decaída y las digitales eran costosas. Podría insinuarse que saltó de los nueve a los once años, sin detenerse a mirar los diez. Sin embargo hay una foto. Ella aparece sentada junto a la pared de ladrillo sin pulir, sobre las escaleras de madera, con la mirada hacia el suelo, los labios apretados, las cejas contraídas. Tiene un saco gris que parece prestado y debajo se asoma una camiseta rosa. No sé qué piensa, ¿en qué se piensa a los diez años?”
No sabía que esto se terminaría convirtiendo en una novela, o en algo, era simplemente escribir. Y lo escribí en un aeropuerto, mientras esperaba con mi esposo el vuelo a Medellín luego de dictar talleres en Bogotá.
Volvamos a retroceder, porque parece que esto va un poco más atrás. En agosto de ese mismo año tomé una masterclass con Joyce Carol Oates en la que habló de un ‘moment of being’, nos pedía que buscáramos para comenzar a escribir un momento en el que nos habíamos hecho conscientes de nuestra mortalidad. Primero escribí sobre la vez que me perdí, a los 6 años, en un parque de Comfama por andar detrás de mi hermano mayor. Pero al terminar de escribir, supe que había otro tema de fondo.
La primera muerte de mi vida: el día en el que asesinaron a una compañera del colegio justo antes de hacer la primera comunión. Habíamos pasado años y años hablando de cómo habíamos vivido el día, la noticia, la idea de la muerte de ella. El asunto es que yo no fui la más cercana a ella, estaba en el otro segundo, el día que se murió yo estaba en mi casa con varicela y cuando mi mamá me contó, yo no supe bien quién era. Teníamos ocho años, era normal que nunca nos hubiéramos detenido a mirarnos.
Pero, ¿y qué habría pasado si ella y yo hubiéramos sido las mejores amigas? ¿qué pasaría en el alma si a esa edad, de repente, perdieras a tu amiga? Y bueno, con eso llegaron un montón de preguntas más: ¿cómo somos a los ocho años? ¿cómo es la amistad a los ocho años? ¡Dios! La amistad a esa edad la recordaba salvaje, peleábamos y defendíamos nuestras amigas más de lo que años después defenderíamos a nuestros novios. Y también nos traicionábamos, usábamos la imaginación como herramienta de poder.
Jugábamos en los árboles, imaginábamos casitas, queríamos tener perritos… Todo esto estaba girando en mi cabeza, pero aún no sabía que se iba a juntar: una muerte temprana en el colegio y una casa en el bosque.
Nanowrimo
Hacía un año, en el 2018, había tenido un pequeño logro literario: había logrado escribir las 40.000 palabras para ganar Nanowrimo. El National Novel Writing Month consiste en tomarse todo noviembre para escribir a lo loco una novela, 1600 palabras al día. Y sí, había escrito 40 mil palabras de una novela que no tenía ni pies ni cabeza, pero había sido divertido, así que decidí intentarlo de nuevo en este año.
¿Pero de qué iba a escribir?
Una noche, mientras preparábamos la comida, le empecé a contar a mi esposo sobre las dos ideas que me rondaban, y entre hacer los espaguetis y sacar los platos al comedor, descubrimos juntos algo maravilloso: podíamos unir las dos historias. ¿Cómo? Una niña llega a un bosque a pasar vacaciones con su familia y encuentra allí, entre las ramas de los árboles, a su amiga asesinada meses antes en el colegio.
Pero desde ese momento tomé una decisión: yo no quería algo de terror. Quería que ellas se vieran, se saludaran y se pusieran a jugar como si nada hubiera pasado. Comenzó noviembre de 2019, armé un grupo de apoyo en Whatsapp con un par de alumnos que también harían el Nanowrimo y comenzamos.
Una de las cosas que hice fue que le escribí al grupo de Whatsapp el colegio para recolectar recuerdos de la muerte de Natalia:
Hola niñas! Ando trabajando en un proyecto de escritura y les quería pedir dos favores 🙈 1. ¿Alguna tiene fotos donde aparezca N.B? Así sean grupales, de cumpleaños, la primera comunión… 2. ¿Qué se acuerdan del día que nos contaron que se había muerto?
Y ellas comenzaron a responder:
Que nos llevaron al coliseo y alguien contó pero nosotras ya sabíamos
No hubo mucho tacto con el asunto, aparentemente
¡Para nada! Yo tuve que ir donde Psicologa varios meses porque no podía dormir bien y me daba miedo estar sola! 😱
Yo la vi en el ataúd y le maquillaron la herida, no entiendo por qué nos llevaron a verla…
No se me borra la imagen
Había dos cosas que me causaban curiosidad: lo claro que casi todas tenían esos días y como, de repente, se transformaban en niñas de ocho años al responder. Estas respuestas después terminarían siendo parte de escenas, ficcionalizadas, de la novela. Una cosa era la anécdota, otra era construirla cada una como escena.
También conversé con una profesora y con dos de sus amigas más cercanas. Mientras iba entrevistando, iba también escribiendo. Tenía a las niñas, que se encontraban, tenía los recuerdos del colegio ficcionalizados, pero a mitad de mes empecé a frenar las revoluciones. ¿A dónde iba todo esto? ¿Qué iba a pasar en la historia? ¿Más allá del asesinato y las niñas jugando, qué más pasaba? ¿por qué Paula estaba en esa casa? ¿por qué la visitaba una adulta incómoda a la mamá? ¿qué estaba pasando en Colombia en ese final de los noventa y principios de los 2000?
No terminé Nanowrimo. Pero la verdad me gustaba mucho todo lo que había surgido, no eran las 40 mil palabras pero era algo.
La pandemia y el primer embarazo
Terminó el 2019 y empezó 2020, llegó pandemia y quedé en embarazo de mi primer hijo. Estábamos encerrados, con todo el tiempo del mundo, con el dinero justo para sostenernos, podía darme el lujo de seguir armando esa novela. ¡Pero qué difícil era! Más cuando no sabía para dónde iba la historia, ni qué estaba contando. Escribir en embarazo me costaba muchísimo más, mi mente estaba en otro planeta, en un universo donde crecía vida dentro y afuera el mundo estaba cerrado. Quería dormir y dormir y dormir. Y esperar la llegada de Gabriel.
Pero en medio de ese tiempo encontré el libro Save The Cat. Si algo me dejó el estudio de guion de cine era el deseo de que mis historias no solo fueran bien escritas sino que tuvieran un desarrollo de la trama, una historia que encarretara y tuviera desenlace. El cuarto vestido no sería solo la anécdota de un asesinato al final de los 90, yo quería contar una buena historia.
Me leí Save the cat y siguiendo la estructura que recomendaban, decidí rearmar la estructura. Tengo un recuerdo de esos días: mi cuñada había venido a visitarnos y me había encontrado en el suelo, con la enorme panza del embarazo, con todos los capítulos impresos en el suelo, posts it y anotaciones. Un caos intentando ordenar una novela. El problema es que la novela no tenía una narración lineal, sino dos líneas de tiempo caminando juntas, y cada una debía seguir una estructura pero al mismo tiempo conectarse con la otra. ¡Un caos! Incluso consideré contarla en orden cronológico, reordené todo el manuscrito y luego lo volvía a desordenar. También había otro problema: Save The Cat proponía una estructura muy comercial y yo quería un balance entre tres cosas: calidad literaria, experimentación e historia bien armada.
En diciembre nació Gabriel. Qué buena excusa para dejar en pausa todo, ya habría otros tiempos para escribir.
En julio de 2021 y durante unos meses, cuando ya Gabriel aguantaba un poco lejos de mamá, mi esposo empezó a llevarselo aun par de horas cada viernes para que yo escribiera. Pero la verdad escribí muy poco, ese tiempo para mí sola, luego de estar siempre pegada al bebé, era más tentador para otras cosas. Dormir, ver series, escribir en mi diario. Puede que lo aprovechara un poco, pero es tal la añoranza de tiempo de libertad luego del primer hijo que esas horas se iban en otras cosas.
Necesitaba ‘Otra Yo’
Estaba demasiado sola en este proyecto, necesitaba una ‘yo’. Me dedicaba a acompañar los procesos literarios de tantas personas, ¿y quién me leía el mío? Encontré en Instagram a Samantha, una chica con un negocio muy parecido al mío pero en Argentina. Entré a un curso con ella pero pronto me di cuenta que el bebé no iba a darme tiempo de hacerlo, así que le pedí que si podíamos vernos en asesorías personalizadas para una novela.
Las asesorías con Samantha, que duraban desde que se dormía Gabriel hasta que se despertaba pidiendo teta, me sirvieron muchísimo para activar el otro lado de la historia: quién era el papá de Paula, por qué estaba en vacaciones justo allí sin él, qué debía aprender tanto Paula como María José en el camino. También me sugirió escuchar las voces de otros personajes, a veces si ellos me decían cosas nuevas, ¡y si que lo hicieron! Con sus ejercicios surgió el primer capítulo, que es en la voz de María José y los otros tres monólogos. Las cosas comenzaron a tomar un rumbo bonito hasta que los despertares de Gabriel y las intermitencias de mis reuniones hicieron que cancelara por verguenza las asesorías.
Fueron tantas las veces en las que volví a retomar el proceso de escritura y edición, en medio de esa estructura imposible de los saltos de tiempos, que se me olvidaba todo. A veces, durante uno de los impulsos, pensaba que era necesario cambiar una escena pero cuando la iba a cambiar me daba cuenta de que ya lo había hecho antes. Los ojos estaban cansados, ya no sabía ni lo que estaba haciendo.
El impulso de la segunda bebé
Cuando nació mi hija menor, yo llevaba tres años trabajando en El Cuarto Vestido. Después del parto, en esos días en los que uno se la pasa mirándoles la carita como si no fueran reales, llegó a mí una fuerza inesperada. Mi hija no iba a tener una mamá que dijera y dijera: Algún día terminaré esa novela, algún día. Con apenas unos ocho días de nacida, decidí ponerla en el coche y salir de la casa a escribir.
Sus siestas eran aún impredecibles, a veces duraban 15 minutos, otras dos horas. No importaba, cinco minutos, media hora, tres horas, todo servía para escribir y reescribir. Nos sentábamos entonces en el café de Museo Otraparte, donde dos años después sería el lanzamiento, bajo los árboles y lejos del ruido de las voces, con la cicatriz del parto que aún ardía y las meseras que venían dulces a saludarnos. Ella dormía y yo editaba, editaba, editaba una novela que ya había editado tantas veces que me costaba verla real. Pero por ella, por ella la iba a terminar.
En esos días, adelante muchísimo el proceso de edición, lo hacía con una mentalidad mucho más fría y metódica. No me pasaba sufriendo de duda porque el capítulo no estuviera surgiendo como debía, lo escribía y ya. Lo editaba y ya. Borraba y ya. Incluso lo mandé a imprimir para releer en papel y saber dónde debía llenar los huecos de la trama.
La importancia de las voces que empujan
Esa impresión que utilicé para editar se la presté a mi mamá, quería que mirara si psicológicamente tenía sentido la historia. Mientras ella la estudiaba, también la encontró mi hermano mayor y comenzó a leer. Y lo leyó todo, y me citó para que habláramos de ella. Le había encantado, no entendía por qué no lo había sacado aún al mundo. Tenía mil citas de la novela, me hablaba de teorías filosóficas inmensas en el libro y de un poder en el mensaje final que yo no estaba viendo. Le dije que no estaba listo, me dijo que estaba más listo de lo que creía.
Fue por ese comentario que unos meses más tarde, y luego de un trabajo de edición final, decidí enviarlo a la convocatoria del Concurso Internacional de Novela inédita Palabra Herida y resulté ganadora.
Ahora, cada dos o tres días, me llega un mensaje al celular: Vero, no pude parar de leer. Y yo siento algo que no sentía desde que era adolescente, esa mariposa en el estómago, una punzada feliz.
No sé bien qué viene. O nada, que lo vayan leyendo de uno, de a pocos, mientras yo sigo haciendo talleres de escritura creativa, estudiando la maestría en literatura, escribiendo, llevando los niños a pasear y fingiendo que mis dedos no crearon un mundito donde algunas personas se quieren acurrucar.